
Siempre que llueve me acuerdo de la Pamela González.
Más que de la Pamela González de lo que me acuerdo es de su casa añosa con miles de rincones, de la escalera de madera que crujía entera y de la leche con plátano que nos daba la señora Raquel, su mamá.
Cuando uno es chico y pobre hay cosas que se le quedan en la cabeza que le marcan de por vida.
La casa de la Pamela González para mi fue una de esas.
Me dejaban con ella y la señora Raquel mientras mi mamá trabajaba, entonces era como entrar a un mundo de cuentos al que yo no tenía acceso y de repente estaba ahí... al otro lado, como si fuese el ropero de Narnia.
Tenía la Pamela un dormitorio de techos altos con una cama con cojines de vuelos rosados y muchas muñecas de vestidos preciosos y cada vez que uno pisaba las reluciente tablas del piso al entrar se oía un crujir a cada tanto.
La cocina, donde nos daban leche con plátano, era un mundo mágico aparte, era muy luminosa, la recuerdo llena de ventanitas por donde se podía ver la lluvia caer.
Bajábamos la escalera de grandes peldaños resbalándonos por la baranda curva y como éramos compañeras de curso hacíamos las tareas juntas frente a la luz del ventanal mientras veíamos caer la lluvia.
Creo que dormí en esa casa varias veces pensando que de un momento a otro las escobas saldrían de abajo de la escala para recorrer los rincones y enredarse en amenas charlas con los estropajos de la cocina de palomares y convidarían al séquito de muñecas a la reunión que los utensilios domésticos suelen hacer por la noche en todas las casas mágicas.
De vez en cuando voy al sector de esa casa añosa en pleno Barrio Bellavista donde ahora muchas de ellas se han transformado en pubs o discotecas y ya nada queda de ella ni de esos años de jardín infantil cuando las calles se llenaban de hojas de plátanos orientales y pelusas mágicas.
Solo los adoquines de la vereda siguen siendo los mismos y la cercanía del cerro que de cuando en cuando nos regala el rugir del león desde su zoológico verde.
También la Pamela González con su cola de caballo atada con cintas y su sonrisa de dientes lindos se perdieron en algún rincón del tiempo y la nostalgia pues quizá nunca vuelva a saber de ella.
Seguramente su casa y su historia quedó archivada en los recuerdos de los niños que fuimos, de la Pamela, de sus primos, de sus amigos y de las que fuimos sus compañeras de curso que hoy, más de treinta años después todavía al sentrse frente a una ventana bajo la lluvia podemos escuchar el crujir de su escalera y sonreirnos con el recuerdo de los bigotes blancos de la deliciosa leche con plátano servida en la más mágica de las casonas de nuestro Santiago de otoños ya lejanos.